La economía de la colaboración genera un nuevo deber ser que termina por sumar estrés y desmotivar a los más capaces y voluntariosos.
En el mundo digital en el que estamos cada vez más inmersos, la gratuidad de todos los contenidos y la posibilidad de encontrar lo que sea a un par de clics ha hecho que la Biblioteca de Babel que imaginó Borges, en la que era necesario pasearse eternidades enteras para encontrar una sola línea con sentido, sea casi una realidad. Nuestro cerebro consume todo el tiempo ideas ajenas. No podemos tolerar un rato de espera en ningún lado si no estamos conectados, consumiendo contenidos y manifestando nuestras opiniones más inmediatas, sin mediar el tiempo necesario para que las sinapsis neuronales se expandan y profundicen y eventualmente, problematicemos la situación. La pregunta que se han hecho filósofos y científicos cognitivos “¿de dónde vienen las ideas?” hoy se responde fácil: de las redes sociales.
Al mismo tiempo, llegado desde el mundo del software, un concepto se ha transformado en el nirvana de las organizaciones: la agilidad. El tiempo y las demoras son errores del universo que se oponen a la inmediatez, y deben ser eliminados. El pensamiento también debe ser ágil. No tenemos tiempo para bucear en profundidad alguna. Rapidez mata profundidad y ser ágil requiere ser magro.
Al ser necesario coordinarse con otros, los procesos han sido la herramienta tradicional de las organizaciones. Sin embargo, en el mundo instantáneo y ágil, procesos y procedimientos son vistos muchas veces como burocracia, y la colaboración es el abracadabra que los sustituye. Espacios abiertos, holocracias, equipos auto gestionados, cero jerarquías, estructuras matriciales que tienen hasta cuatro o cinco dimensiones. Hay más jefes con línea de puntos que nunca. No es más importante quien tiene más colaboradores sino quien tiene más jefes.
En 2017 Paul Zak publicó un artículo en Harvard Business Review, titulado The Neuroscience of Trust, en el que identificaba una correlación positiva entre niveles altos de oxitocina (hormona producida por la hipófisis) y conductas de aumento de empatía y colaboración, y por otro lado, entre niveles altos de cortisol y conductas agresivas en sujetos estresados. En síntesis, Zak nos dice que un trabajo con sentido de propósito y en un equipo en el que existe confianza, correlaciona con la satisfacción laboral, la alegría, la motivación y los resultados. Y agrega un dato: los trabajadores de compañías donde existe confianza, reciben, además, un 17% más de paga que aquellos que lo hacen en compañías más desconfiadas y más individualistas. Si estas empresas no obtuvieran mejores resultados, no les pagarían más a sus trabajadores.
En un salto lógico discutible, también el tiempo de las personas parece no tener costo marginal en esta economía de la colaboración hacia la que estamos derivando. Cross, Rebele y Grant, en otro artículo anterior (HBR, enero 2016), Collaborative Overload refieren el lado oscuro de esta tendencia. Conforme los procesos se vuelven más “cross”, los silos se rompen y la conectividad se incrementa, el tiempo que los gerentes dedican a actividades colaborativas trepa a más del 50%. El mantra de la colaboración permea sobre todos nosotros y nos encontramos cediendo foco y tiempo a cambio de sentirnos valorados y aceptados bajo esta nueva luz cultural. El circuito virtuoso se torna vicioso al advertirse que del 20% al 35% de las colaboraciones de alto valor proviene del 3% al 5% de los empleados. Cuando las personas son etiquetadas a la vez como capaces y colaboradoras, se transforman en cuellos de botella organizacional, y a causa del exceso de presión sobre su tiempo, pierden su efectividad personal, se sienten ineficientes, y al poco tiempo, se desmotivan, estresan o abandonan la organización, perdiendo ambos, la organización y el colaborador.
Este es un arquetipo sistémico común en las organizacionales tradicionales pero que se va haciendo más frecuente a medida que la colaboración es considerada la actitud clave para el éxito. Las personas ya no temen parecer solo poco inteligentes sino también poco colaborativas. Cross, Rebele y Grant distinguen entre tres tipos de colaboración: recursos informativos (pueden ser almacenados y transferidos sin pérdida para quien las da), recursos sociales (acceso a determinadas personas de nuestra red: tampoco este capital social se devalúa si se comparte, incluso a veces se revitaliza) y recursos personales (nuestro propio tiempo y energía). En este último caso, el recurso en cuestión es finito y su costo marginal no es cero.
Es vital como líderes, estar alertas ante el círculo vicioso generado por la tentación de cargar de más trabajo al que mejor hace las cosas, impulsando su posible burn-out. Como colaboradores, escuchar nuestros límites, y no responder con recursos personales cuando la respuesta puede estar en los recursos informativos o sociales. Para las organizaciones, una buena forma de detectar este tipo de patrones es el análisis de las redes de colaboración en los equipos. En la nueva gestión del talento, herramientas de mapeo de las redes informales nos pueden arrojar sorpresas en cuanto a quiénes son las personas más requeridas. A menudo, son las menos reconocidas.
Marcela Lomba, Directora de Desarrollo de Talento en Lee Hecht Harrison Argentina