Hablamos más de la información que del conocimiento, pero este resulta cardinal en la actividad empresarial y exige una traducción idónea de aquella. En efecto, el paso de aquella a este ha de darse con cuidado, en beneficio de la solidez de nuestro saber; saber, que viene a constituir capacidad para actuar.
Reducidos se hallan los ecos de aquel buzzword, la denominada gestión del conocimiento que sonaba en los años noventa en torno a la inteligencia de las organizaciones. Por entonces se consolidaba la sociedad de la información, afloraba la era del conocimiento y el saber parecía constituir un valor en alza. Llevábamos toda la vida hablando de materias primas tangibles, pero ya veníamos viendo que casi todo a nuestro alrededor estaba hecho de conocimiento; que automóviles, electrodomésticos y aun edificios eran productos inteligentes.
Todos debíamos darnos al aprendizaje permanente para nutrir nuestro saber, porque la innovación constituía un imperativo y las áreas de conocimiento crecían cada día. En las empresas se debía atesorar este —el individual y el colectivo—, hacerlo fluir y aprovecharlo al máximo en cada tarea, en beneficio de la productividad y la competitividad. Se hablaba con frecuencia entonces de la learning organization, pero los partidarios de la gestión del conocimiento defendían también la idea de knowledge organization, es decir, de organizarse en torno al flujo del saber. El conocimiento parecía constituir, sí, un mantra y con él había que encarar los desafíos de la nueva economía emergente.
Debía distribuirse por la organización para aprovecharlo debidamente y para crear nuevo saber —innovar—, construido sobre el ya existente; una creación impulsada por la investigación, por acertadas conexiones, por idóneas inferencias o abstracciones, por oportunos análisis con perspectiva sistémica, por casualidad, por intuición… Pensar empezaba a ser una tarea o función no tan exclusiva de los directivos, y se distinguía entre pensamiento conceptual, analítico, sintético, conectivo, deductivo, sistémico, estratégico, crítico, exploratorio, lateral.
Se distinguía asimismo entre el know-what, el know-why, el know-how, el know-who, el know-where, el know without knowing how… Desde luego, ya no era el jefe el que más sabía de todo, porque los directivos debían atender a la complejidad de la gestión, al futuro, a la deseada prosperidad en entornos cambiantes y altamente competitivos. El saber traía capacidad de actuar y se extraía de la información que nos rodeaba, sin olvidar el más íntimo conocimiento tácito o intuitivo.
Claro —seguimos hablando de los años noventa—, paralelamente voces internas y externas hacían sonar otros mantras en las empresas: el liderazgo, el trabajo en equipo, la calidad, el talento, las emociones positivas, la inteligencia emocional, la creatividad, la competitividad… Sí, quizá sobre todo el liderazgo; de tal modo que los knowledge workers parecían precisar un directivo-líder que alentara su mejor expresión profesional, en sintonía con las estrategias y objetivos corporativos.
No, quizá no hemos valorado en suficiente medida el conocimiento, ni aproximado siempre la figura del knowledge worker a la Teoría Y de Doug McGregor. Puede que a veces, en algunas empresas, se valore todavía hoy más la obediencia que la inteligencia, y más la complicidad que la profesionalidad; pero, lo sabemos bien, no podemos ser buenos profesionales sin el aprendizaje permanente y el cultivo del conocimiento. Sin menoscabo de otras cardinales fortalezas (recordemos la lista de Seligman), el afán de conocimiento —la sed de saber— se destaca en todas las culturas; se sitúa en el camino de la plenitud como seres humanos.
A veces viene costando a los directivos dar por buenos aquellos conocimientos de sus subordinados que les resultan ajenos, y tampoco se aceptan siempre bien las ideas valiosas de los demás. En verdad puede no lucir al trabajador el aprendizaje permanente, ni el cultivo del conocimiento y el pensamiento; pero hay, felizmente y desde luego, organizaciones y directivos que sí valoran, y no poco, el conocimiento, el afán de aprender, la creatividad, la iniciativa de los trabajadores bien preparados. Todo esto forma parte de la idea de organización inteligente —la del empowerment y la catálisis del alto rendimiento—, a la que han contribuido tantos autores con aportaciones diversas.
Cada organización es única y complejas somos las personas, pero, en nuestro tiempo y cuando se les pide profesionalidad y asunción de retos, los trabajadores del conocimiento habrían de gozar, sí, de suficiente autonomía para aprovechar su saber y asimismo desplegar el aprendizaje continuo, enfocado este a su desempeño cotidiano y futuro. Su materia prima tangible es la información que les rodea en soporte impreso y electrónico; una información que, en buena medida, han de traducir —con las debidas cautelas— a conocimiento aplicable, para encarar sus desafíos cotidianos.
Sí, se ha de insistir en la idónea gestión del conocimiento, un concepto amplio. Se trata de atesorar, nutrir y aprovechar el saber, y ello supone también poner en contacto a quienes saben con quienes necesitan saber. Se advierte el componente cultural preciso. Puede, en efecto, que la implantación de la gestión del conocimiento haya topado estos años con actitudes personales desalineadas, y acaso también con inadecuadas culturas empresariales y sistemas de gestión que veían a las personas como meros recursos.
La innovación resulta inexcusable en las empresas y supone evolución —acaso revolución— de las áreas del saber; por eso aquella ha de pasar por el conocimiento. Suena mucho el binomio creatividad+innovación pero, sin la debida dosis de conocimiento, la creatividad podría conducirnos a resultados ya existentes, o a ideas extravagantes. No siempre se precisan esfuerzos formales de investigación, pero sí se precisa un adecuado cultivo del saber por parte de personas creativas. Asimismo, el conocimiento resulta cardinal en el despliegue del pensamiento crítico, hoy tan inexcusable.
Sí, todo suele ser complejo en las organizaciones; pero quizá no se aprovecha bien el conocimiento, ni el capital humano en general. Ni siquiera cuando las personas suman experience a la expertise, cuando extraen oportunas inferencias del conocimiento, cuando elaboran acertadas síntesis de los análisis, o cuando elevan valiosas abstracciones sobre sus reflexiones. Consultores y coaches vienen insistiendo en la importancia de las actitudes, los valores, las creencias, las habilidades o las fortalezas, y no cabe cuestionar la relevancia de estos factores; pero decisivo, esencial, cardinal es el conocimiento (técnico-científico, operativo-funcional, etc.), soporte básico de la inteligencia. Sin él no hay rendimiento, no hay innovación, no hay prosperidad.
José Enebral Fernández
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