“Sra. Kellaway: Leo su columna de vez en cuando y sigo sin entender el motivo por el que Financial Times la publica pero, después de haber visto la de la semana pasada, ahora sé por qué usted nunca me ha gustado. Un lector”.
Respuesta de la Sra. Lucy Kellaway:
En primer lugar, en caso de que los lectores no entiendan por qué el periódico publica esta columna, les diré que, en mi opinión, es una cuestión de diversidad. A algunos lectores les gusta que noticias como “los datos comerciales afectan a los bonos de EEUU” se vean amenizadas por un artículo sobre, por ejemplo, cómo sacar las migas de los bollos del teclado. Otros prefieren leer únicamente las noticias sobre datos comerciales, en cuyo caso les recomiendo pasar rápidamente esta página. Lo que me interesa sobre el correo electrónico de este lector es la segunda parte.
A lo largo de mi vida periodística me han dicho de todo: desde intrascendente, superficial, ignorante, insensible, hasta cínica y egocéntrica. Ésta, sin embargo, es la primera vez que alguien siente la necesidad de compartir con los demás su hostilidad hacia mi persona. De hecho, la última vez que sufrí un ataque tan directo fue de pequeña cuando alguien me vino con el clásico “ya no te aguanto”.
El mensaje del lector habría caído en el olvido si no fuera porque me interesa destacar la fiebre de “simpatía” que arrasa en el entorno corporativo de EEUU. Según los últimos libros de autoayuda, gustar a los demás es un factor determinante para alcanzar el éxito. Los que no gustamos tanto, no debemos desesperar: sólo hay que seguir unos cuantos pasos. Libros como El factor simpatía (FS): cómo fomentarlo y hacer que tus sueños se hagan realidad, de Tim Sanders, nos explican cómo conseguirlo. En un esfuerzo por hacernos entender el fenómeno de la simpatía, Sanders la desmenuza en cuatro factores: la cordialidad (hasta ahí de acuerdo), los contactos (no veo por qué), la empatía (a veces se le concede demasiada importancia) y la autenticidad (una idea nefasta). El mensaje es que podemos aumentar nuestro FS del mismo modo en que mejoramos nuestra forma física. Se trata sólo de sonreír lo más posible.
Todos sabemos que ser un mal nacido no ayuda precisamente a cosechar amistades. Sin embargo, tampoco hay pruebas contundentes de que la amabilidad garantice el éxito. En lo que respecta al entorno laboral, si nos paramos a pensarlo, los buenos directivos son aquellos que se han ganado nuestro respeto.
Incluso si gustar a los demás fuera tan importante, no es algo que se pueda aprender de un libro. Conozco a unas pocas personas que han conseguido aumentar su simpatía con el tiempo (y a otras cuantas que han perdido la poca que tenían) pero sólo se debe a que sus circunstancias cambiaron: puede que estuvieran a punto de morir o que simplemente maduraran un poco, pero ir por ahí sonriendo a todo el mundo no es la solución más recomendable. Se corre el riesgo de parecer ridículo aunque, sin lugar a dudas, lo más patético es intentar gustar desesperadamente: una de las mayores debilidades de los directivos. En términos de perjudicar a la empresa, la manía se puede equiparar a tener un a psicópata en la dirección. Los líderes sólidos se limitan a cumplir con el deber y si a la gente no le gusta, qué le vamos a hacer. Los peores directivos con diferencia son aquellos que, en su afán por agradar a todo el mundo, dicen a todo que sí, y después salen corriendo ante la menor dificultad.
La moda de la simpatía me hace recordar con nostalgia los días en los que las grandes empresas estaban dirigidas por personajes tan agradables como Lord King, ex presidente de British Airways. Le entrevisté hace quince años y ya entonces su tosquedad me pareció excepcional. Su capacidad de liderazgo era impresionante y, evidentemente, su simpatía brillaba por su ausencia. No le gustó el perfil que hice de él en Financial Times y a la mañana siguiente estaba llamando al director: amenazó con cancelar toda la publicidad de la empresa en el periódico.
En lo que a mí respecta, seguramente debería preocuparme un poco el mensaje de este lector, pero es importante distinguir entre el hecho de gustar y a quién nos importa gustar. No veo que agradar en general tenga mucho mérito. Todo depende de las personas en cuestión. Si éstas son de mi círculo más cercano, le doy mucha importancia. De lo contrario, me importa hasta cierto punto, y mi meta personal está en que no me importe en absoluto.
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